Julio C. Palencia

Le llamaban La Virginia
y de una manera u otra siempre encontrabas cobijo
entre sus muslos.

Nunca se supo
nadie comentó
que dijera no a una solicitud de amor
a una propuesta sin palabras
proveniente de un rostro impaciente
o un gesto necesitado.

Era un refugio seguro, La Virginia,
y no era puta.

En su rostro iluminado
se asomaba un ansia, una interrogación, a veces pena,
de esos reyes sedientos
que éramos a los 16 años.