Obsidianas y jades de luz

Julio C. Palencia

Era la tarde amenaza de lluvia al salir de su casa. A partir de una mala salud y por recomendación médica, había decidido practicar yoga. Pocas horas a la semana fueron suficientes para afectar positivamente su hipertensión, la cual comenzó a ceder sin grandes protagonismos. Primero se estabilizó en la parte alta, siendo la sístole la más descarriada de los dos movimientos. Estaba acostumbrado a que sin previo aviso el pulso se salía de madre. Sin embargo, como a una carreta de alazanes desbocados, el ejercicio fue tendiendo la brida hasta que el corazón quiso distenderse y cerrar y abrir con pausa y sin la angustia y el miedo encerrados por años en su pequeño músculo.

Su mala salud y su angustia interminable. Agazapada en cualquier esquina de mueble, debajo de la alfombra, entre los platos y los postes de luz, la angustia lo miraba siempre directo a los ojos. Se colaba entre los minutos y en sus sueños.

¿Has visto a un caballo desbocado? La respiración siempre entrecortada, el aire un nudo en la nariz sin llegar a entrar, el corazón precipitado sobre su sangre. El derrumbe es inminente.

Los días se hicieron meses y luego fueron años. Tres años ya y apenas iniciaba su cuerpo y su mente a recuperar algo de la lucidez y la paz extraviadas.

Se sentó y dio gracias a la vida por el momento, dejó toda preocupación afuera de ese recinto. Se instaló completo en ese espacio. Inició sus movimientos como de costumbre, tres veces por semana. Desde el momento que dio gracias, la tarde nublada cumplió su promesa y comenzó una lluvia pertinaz que luego se hizo aguacero, relámpagos y truenos.

Cada movimiento del cuerpo era alentado por un resplandor en la ventana y un estruendo que se apersonaba en la puerta. Se concentró en su respiración, la cadencia lenta y rápida de su movimiento, el remolino violento en la punta de su nariz.

De la respiración pasó a una lluvia de grandes gotas golpeando sobre los techos y el asfalto. Vio en su mente como reventaban las gotas contra las calles y las cosas, para luego diluirse en un abrazo que cubría todo.

Entre la respiración y el sonido dulce y marimbero de las gotas, sin darse cuenta empezó a distinguir ya no sólo la lluvia, el conjunto de las gotas caídas, sino cada una de ellas. Veía el honguito, la pequeña explosión ocasionada al alcanzar el suelo. Vio una y otra y otra y otra y nunca supo cuando percibió cada una de ellas y la lluvia al mismo tiempo. Fue como un snapshot de la realidad en la cual él podía moverse pero todo permanecía inmóvil. Supo dónde caían, a qué distancia entre ellas, la fuerza y ángulo de cada una de ellas. Escuchó el estruendo poderoso de ese instante con multitud de gotas detenidas en su caída. Contó cada una de ellas como puntos líquidos y sucesivos cayendo sobre un mismo espacio.

El momento fue iluminado brutalmente por un relámpago que hacía brillar las gotas reventadas como imposibles obsidianas y jades de luz sobre la superficie de todo lo que alcanzaban. Aquello fue sólo un segundo, un instante fracturado de atención plena.