Julio C. Palencia

Llegué a la escuela de ESL (inglés como segunda lengua) una mañana lluviosa en abril del año 2000. Llegué como pollo mojado, literalmente, porque ningún paraguas es suficiente para el Vancouver lluvioso de todas las estaciones del año. Al entrar al aula me dió la bienvenida Fibi, la que sería mi profesora  por cuatro meses, griega-canadiense maravillosa que 4 veces por semana durante algunas horas me enseñaría inglés. Me dirigí al único lugar disponible y ya allí una mujer blanca de cabello negro, mujer que aún hoy extraño, me indicó a señas que me sentara. Era Vejna, de Sarajevo. En la mesa, redonda, además de Vejna ocupaba un espacio Rosy, de Vietnam, Heidi, de China, y Lydia, al igual de Vejna, de Bosnia Herzegovina. Aunque yo suponía saber un poco de inglés, en aquel lugar me sentí completamente perdido, sin entender una j. A mi lado derecho, en otra mesa, era la fiesta completa, provocada por quien luego sabría era Rajesh, joven punyabi, Gualdo, hombre maduro chileno, y Thin, de Birmania, estado socialista fundado en 1962 y luego convertido en Myanmar. Era el segundo nivel de inglés de ESL, al cual había sido asignado y mi primera impresión fue que yo había cometido una equivocación al sobre valorarme en ese idioma.

La mayoría de estudiantes eran asiáticos y de Europa del Este. Thin era un hombre joven, no superaba los 26 años, y hacía poco se había convertido en padre. Su esposa era igualmente de Myanmar. Con Thin tuvimos una relación de respeto, sin llegar a ser una relación intima de amigos tal y como la conocemos. Era lo que podía darse entre nosotros. El de Myanmar, yo guatemalteco. Ambos con un inglés básico, en donde mucho de lo que decíamos era sobreentendido. El no tendría más de 6 meses en Canadá, yo menos de 3. Los birmanos asilados en Canadá eran todos, me parece, no sé de alguna excepción,  simpatizantes o miembros de la guerrilla derechista en contra del gobierno establecido de naturaleza socialista y partidarios de Aung San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz en 1991, hija de Aung San (fundador del ejército birmano), a quien ellos consideraban un bastión de la democracia y la libertad. En 1990 había sido objeto, decían, de un fraude que le había impedido llegar al gobierno de su país.

Thin era un hombre delgado y más bien bajo de estatura. Su rostro, afable, a diferencia de algunos de sus paisanos que tenían facciones muy duras. En cierta ocasión, caminando sobre Broadway Street, le pregunté sobre sus tatuajes en los brazos, mismos que otros de ellos también tenían. El caminaba de la mano de su hijo que se entrenaba apenas en sus primeros pasos. Se abrió ligeramente la camisa y en su pecho tenía muchos tatuajes más. Me comentó impasible que cada tatuaje era para agradecer que había regresado con vida de combates igualmente diferentes. Yo sabía que los birmanos en Canadá provenían de la guerrilla considerada derechista, pero nunca me había pasado por la mente que aquel hombre dulce y cariñoso con los suyos había sido un combatiente directo. Pasado algún tiempo me invitó a una reunión en su casa, con su familia y paisanos suyos, y en donde al ofrecer yo llevar algo de tomar o comer, me dijo que no había necesidad de eso. Lo que menos sobra en Canadá para los recién llegados es el dinero. Nunca está de más y siempre escasea. Dije que sí a la invitación, pero no sabía qué hacer con certeza.

Consulté el caso con mi mujer. Le dí detalles completos. Ella me hizo entender que sería una desatención haber dicho que sí y luego no ir. No tenía nada que perder y además Thin era compañero de clase y uno de mis amigos allí. Yo no quedaba muy tranquilo con saber detalles de su pasado, sobre todo teniendo yo mismo una hermana desaparecida, un tío y muchos de mis amigos asesinados por el ejército guatemalteco en las matanzas de la segunda mitad del siglo XX. Mi mujer no quiso ir, me dijo una y otra vez que la invitación había sido de carácter personal.

Thin vivía en aquel entonces en Broadway street casi esquina con Knight avenue. Era un edificio de departamentos de no más de 4 pisos igual a los muchos que hay en Canadá. Vivía en el primer piso, el cual es casi siempre más económico ya que el frío cala hasta los huesos cuando neva, aunque tiene la ventaja de estar a pie de calle. Entré, y yo era el único allí no birmano. Sin embargo, no fue eso lo que llamó más mi atención sino la imagen central de la sala, que dominaba todo el escenario. Era una cuadro en el centro mismo del comedor, amueblado de manera muy sencilla, como la casa de todo inmigrante o refugiado. La imagen de la que hablo era del Che Guevara.

La comida fue muy sabrosa, toda estilo birmano, un poco china y un poco sin poder describirla plenamente, y de un brandy con etiqueta de cherry, de sabor dulce y muy barato que fue responsable de un dolor de cabeza enorme al día siguiente, pero al cual eran aficionados los anfitriones.

La atención de Thin y su esposa fue inobjetable, aún con cierta incomodidad de algunos de sus paisanos por tener a alguien extraño allí, lo cual consideré normal. Ser amigo de Thin era suficiente para ser aceptado. Yo no pregunté cosa alguna sobre el retrato dominando la sala sino hasta pasadas algunas botellas de cherry. Thin fue el más explicito entre todos: El Che Guevara estaba allí porque era un símbolo para ellos.  Era un símbolo universal que les recordaba que había que defender hasta con su vida lo que se consideraba correcto y que había que abandonar toda comodidad por sus ideales. Era para ellos la imagen más exacta de un patriota.

Aquello fue inesperado para mi. Una verdadera sorpresa, una enseñanza sobre la tragedia humana, de la cual yo era parte. Estuve con ellos hasta muy entrada la noche fría del final del verano canadiense.

Pasados algunos meses, Thin emigró de Vancouver a Regina, capital de Saskatchewan,  lugar en donde se creía era más fácil encontrar trabajo, mismo que escaseaba en Vancouver para emigrantes recientes y con mal inglés. Muchos de sus paisanos de hecho emigraron hacia el mismo lugar.

Un día recibí una llamada: era Thin, saludando y ya extrañando Vancouver, considerado irrisoriamente el trópico canadiense, y con un frío, decía, que calaba como sólo cala la muerte, hasta los huesos.